Hay una herida que subyace a todas las demás, como si fuera la base desde la que se construye nuestro dolor.
Es la herida primigenia, la del origen, la que se remonta tiempo atrás. Es la que nos fue entregada en la infancia, en las primeras etapas del desarrollo de nuestro ser.
Es una herida cíclica que oscila a lo largo de nuestra vida y por lo tanto también en las emociones en el ciclo menstrual de mayor a menor intensidad según la etapa vital y fase en la que nos encontremos.
Es una herida que supura periódicamente y que unas veces duele más que otras. En mayor o menor medida, tiene que ver con la sensación de abandono cuando más necesitábamos el soporte y el respaldo de quienes en ese momento ejercían el papel de cuidadorxs.
La vulnerabilidad experimentada sin contención por vivirnos pequeñas y en un mundo hostil permanece en nuestra memoria.
Y después trasciende cuando somos adultas a diferentes planos de nuestra vida. Podemos reconocer patrones y modos automáticos de actuación en los que nos vemos inmersas sin entender cómo hemos llegado hasta ahí. Entonces vuelve a suceder el abandono, pero esta vez el que nos damos a nosotras mismas y que nos envuelve en una sensación de pérdida e incertidumbre ante quienes somos, qué hacemos y cómo perpetuamos el daño.
Nos auto-boicoteamos y duele.
Es áspero el tacto que ejercemos contra nosotras y, en la mayoría de las ocasiones, no solemos ser muy benevolentes en el arte de acariciarnos cuando la herida sangra. Es bastante común descubrirnos desde el juicio, la culpa y la incomprensión de nuestro malestar.
La herida también tiene género y maneras concretas de permanecer.
Cuando somos niñas, aprendemos a construir nuestra identidad en base a la ocultación de nuestro cuerpo y el bloqueo de nuestra expresión más salvaje. Somos silenciadas y relegadas a un segundo, tercer o incluso cuarto plano.
El modelo por el que nos medimos no nos corresponde y mucho menos nos identifica porque lo masculino es lo válido, también lo teórico, lo cognitivo, la línea recta, lo racional. Y crecemos intuyendo que nunca daremos la talla, que no seremos nunca lo suficientemente…
(coloca aquí el primer adjetivo que te venga a la conciencia)
y que nuestro cuerpo es el enemigo porque está construido desde la mirada patriarcal que nos disecciona y nos diagnostica como patológicas y culpables de nuestro dolor.
Nos vamos construyendo a través de comparaciones. Al principio van en relación a medirnos en función al comportamiento de los niños y su despliegue corporal ante el espacio que ocupábamos. Ellos sudaban, corrían, expandían sus cuerpos y en mi caso, me preguntaba qué sería de mí si probaba a hacer lo mismo. No me sentía capaz, tampoco invitada por ellos, así que me fui encogiendo y cruzando las piernas.
Durante la adolescencia, la mirada suele dirigirse a ellas. A las chicas esbeltas que sonreían irradiando luz en las revistas para adolescentes mientras nos preguntábamos cómo sería nuestra vida gozando de esos cánones de belleza de los cuales carecíamos al contemplarnos sin una gota de amor propio ante el espejo.
Y es cuando en el despertar de nuestra juventud, empezamos a relacionarnos desde la carencia y el deseo de descubrir el cuerpo en interacción con otrxs. Entonces aparece el parche para la herida con los efectos químicos del enamoramiento y nos arrojamos a brazos ajenos cuya anestesia tiene un efecto duradero pero no eterno.
Así va operando el mecanismo de la comparación como respuesta por parte de la herida, la cual puede oscilar eternamente si no nos hacemos cargo de ella, si no la miramos y le damos el lugar que corresponde. Tomar conciencia nos facilitará el tránsito hacia lo desconocido para contemplarla y quizá descubrir su origen y fecha de nacimiento.
En mi caso, decidí conocerla cíclicamente para intentar darle una dimensión más amplia y no correr el riesgo de achacarla a un momento puntual de mi vida o a una fase del ciclo menstrual en concreto.
Mi herida cíclica tiene muchos prismas. Es como un cristal con diferentes aristas y puntas afiladas que según como se mire, puede resultar una hermosa joya desde su autenticidad o un objeto punzante que si se manipula sin cuidado puede llegar a cortar.
Conocernos a través de nuestro ciclo menstrual o a partir de cualquier otra herramienta de autoconocimiento no es el remedio milagroso para la felicidad que tanto se empeñan en que alcancemos a toda costa sin hacer espacio a nuestro dolor. Tampoco será el motor de cambio para convertirnos en otra diferente a la que somos. Ni siquiera nos asegura que dejemos de sufrir.
Pero si empezamos a mirarnos desde la aceptación, podremos entender que esa que rechazamos también somos nosotras y que no es justo para ninguna de las que somos lo duras que podemos llegar a ser con nosotras mismas.
Revisar nuestra herida de manera cíclica y las diferentes emociones en el ciclo menstrual puede arrojar mucha luz para nuestra toma de conciencia.
Es muy revelador llevar un registro del ciclo menstrual y observar patrones que se repiten una y otra vez en muchos casos sin ser conscientes. Estos patrones pueden ir desde la ropa que elegimos, el deseo sexual, lo que nos apetece comer o nuestras ganas de relacionarnos con lxs demás.
Y al revisar nuestra herida y estado emocional en el ciclo menstrual podemos ir observando cómo también sigue un patrón que con el solo hecho de saber que existe ya está resultando un elemento facilitador para nuestra salud.
De esta manera, te invito a ir poniendo atención a tus pensamientos y emociones en las diferentes fases del ciclo menstrual y a observar qué información te van ofreciendo en función a un aspecto que quieras conocer mejor sobre ti misma.
En este sentido y en relación a observar nuestra herida quizá nos demos cuenta que:
En la fase preovulatoria miramos nuestro miedo, dolor o inseguridad desde el intelecto para fragmentarlo teóricamente en las definiciones y estilos que se nos ocurran. La entenderemos desde una base ideológica y en la razón y la cognición es el lugar donde la colocaremos.
En la fase ovulatoria es muy posible que la escondas y no la quieras mostrar. No vaya a ser que se vea porque si otrxs también la miran corremos el riesgo de que nos dejen de querer. Así suele pensar ella, la fase ovulatoria, la que se vuelca hacia lxs demás olvidándose del proceso de cicatrización en soledad.
La fase premenstrual es de alto voltaje pues la atravaseramos sin remedio y a veces escuece porque la desinfectamos y otras duele porque se nos olvida que sigue abierta. Cuando vuelve a sangrar deja un hilo de sangre que el resto del mundo mira sin comprender de donde viene. Solemos guardar el secreto con ella y el reto está en aprender a retirarnos para cogernos de la mano y llorar juntas.
La fase menstrual es un buen momento para rendirse y vivirla en silencio, consciente de su palpitar. Es en esta fase cuando suelen venir los resplandores de claridad que nos ayudan a darle forma y conciencia para transitarla sin miedo aunque a veces se nos antoje demasiado grande.
Sólo tengo una cosa más que recordarte y es que estos patrones son generales y que cada una de nosotras tiene su Verdad. Llegar a esa información tan íntima es una clave y un proceso personal cuyo inicio es muy emocionante.
Imagen: Paula Bonet
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