Mi sangre y yo nos encontramos por primera vez.
Tenía 11 años, era martes por la tarde y fui a merendar con mi madre y mi hermano a la cafetería de un centro comercial. Entré al baño y vi una mancha marrón en mis bragas pre-adolescentes. Era mi menarquia o lo que es lo mismo, la llegada de la primera menstruación.
Experimenté una mezcla de asombro y aceptación, ya que desde edades muy tempranas me sentía más mayor de lo que realmente era y pensé que antes o después eso a mí también me ocurriría. Le comuniqué a mi madre la noticia entre susurros ya que no quería que mi hermano fuera partícipe del acontecimiento. Ella respondió con alegría y me propuso comprarme un regalo. Yo, desde mi falsa creencia de madurez, le contesté que no era necesario.
Fuimos a la sección de perfumería y mi madre pidió compresas para mí. Le comunicó a esa mujer adulta, joven, esbelta y desconocida que me acababa de venir la regla justo en ese momento. La miré desconcertada intentando transmitirle que esas cosas no se cuentan así como así y cabizbaja recibí la información de los diferentes tipos de compresas existentes en el mercado.
Al llegar a casa, nos metimos en mi habitación, cerramos la puerta y me enseñó el procedimiento de desenvolver la compresa y pegarla en la ropa interior para después desecharla. Tenía que ir de vez en cuando al baño para comprobar que no me había manchado, que todo estaba bajo control. Recuerdo sentir el palpitar de mi pequeño útero esa noche con un leve dolor.
Al día siguiente, me levanté de un salto para observar cual había sido el transcurso de mi primera noche menstrual. Según mi inexperto criterio, todo estaba bien ya que había un pequeño rastro de sangre y no había manchado nada. Misión cumplida.
Y en plena menarquia fui a enfrentarme al mundo.
Cuando llegué al colegio y vi a mi mejor amiga, compartí con ella la noticia y le obligué a jurar que no se lo contaría a nadie porque ambas sabíamos que yo era la primera de la clase en experimentar lo que implicaba ahora “ser una mujer”
Horas más tarde, la compañera de delante de mi pupitre se giró, me miró fijamente y con los ojos muy abiertos me preguntó:
¿Qué sientes? ¿Cómo es tener la regla? ¿Qué llevas puesto para no mancharte? ¿Me puedes enseñar una compresa que nunca he visto ninguna?
Mi secreto ya se había convertido en una noticia púrpura que recorría los pasillos de la clase.
En el recreo, las demás compañeras me rodearon lanzándome preguntas como certeros dardos invisibles y escudriñándome con la mirada como si ya no fuera la misma que el día anterior. Yo, ante mi indefensión y vergüenza absoluta, titubeaba y miraba a aquella amiga que ahora clavaba su mirada en el suelo, consciente de haber cometido la peor de las traiciones. Pronto también ocurrió lo más temido. Los chicos de la clase se enteraron y hacían muecas perpetuando el comportamiento de un patrón aprendido: tenerle miedo y asco a la sangre menstrual.
En esa vorágine de revolución hormonal y exposición social ante un hecho que pertenecía al mundo secreto y oculto de las mujeres, me sentí vulnerable, extraña y sin ninguna capacidad de respuesta. Deseaba con todas mis fuerzas hacerme invisible, salir corriendo, sentirme segura, llegar a casa.
Llegar a casa.
Hoy, veinte años más tarde, miro a esa niña con ternura y admiración porque en su foro más interno sabía que menstruar no era malo, a pesar de que tenía la certeza de que debía ocultar su menstruación sin cuestionarse porqué o para qué.
Hoy veo a otras niñas que me recuerdan a mí y cierro los ojos para desear que nunca se avergüencen de los procesos naturales y saludables de sus cuerpos.
Hoy, defiendo nuestro derecho y responsabilidad de acompañarlas en el hermoso camino de descubrirse con cariño, ternura y aceptación. Porque ellas también son parte de la revolución que implica volver a escuchar la sabiduría de nuestros cuerpos.
Y para ello, es necesario hacer memoria y traer el recuerdo de qué nos pasó cuando vimos nuestra menstruación por primera vez.
¿Qué te parece hacer este ejercicio y recordar como fue para ti ver tu sangre menstrual por primera vez?
¿Dónde estabas?
¿Cuántos años tenías?
¿Qué sentiste?
¿Qué te dijeron lxs adultxs de tu entorno sobre la menstruación?
¿Cómo recibiste sus palabras?
Tómate el tiempo que necesites para responder estas preguntas, incluso si te apetece escribirlas será mucho mejor. Seguramente aparezcan recuerdos de aquella época y no siempre es fácil traerlos a la memoria porque puede que te provoquen ciertas sensaciones y emociones algo más difíciles de atravesar. Está bien así. Lo que sientas es información valiosa y te arrojará pistas sobre ti misma. Por eso es importante que lo observes sin juicio.
¿Recuerdas el lema Feministas, las niñas os necesitamos?
Pues aquí estamos para ir creando juntas un movimiento que las incluya también a ellas y a nosotras, por las niñas que fuimos y que hoy también habitan en nosotras.
Imagen: Rania Matar
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